Un asesinato incomprensible… – GENTE Online
 

Un asesinato incomprensible...

Todos los días, Carlos Fuentealba pedaleaba por encima de la meseta de plantas pinchudas, esquivando las latas oxidadas y los vidrios del basural que mira de frente a su escuela: el Centro Provincial de Enseñanza Media 69 de Neuquén, en el barrio Cuenca XV. El colegio está en un escenario bravo, sobre una calle que termina con la mismísima alambrada del edificio, con las casillas asomando detrás. Después siguen las bardas... y más basura. Son pocos los docentes que se le animan a Cuenca XV, un lugar ganado al desierto donde, en contra de lo que puede sugerir el nombre, el agua escasea. Le dicen cuenca porque es la descarga aluvional natural, y allí, en realidad, no debería haber asentamiento alguno. Un rincón patagónico con muy poco de tarjeta postal.

Sin embargo, a Carlos no le costó nada acomodarse a esa geografía, a pesar de haber nacido hace 41 años en el sur de la provincia de Neuquén, al pie del volcán Lanín, junto al lago Huechulafquen y el río Chimehuín –un paraíso de la pesca– donde se bañaba de chico, entre montañas tapizadas con bosques de pehuenes. Es que Fuentealba sabía que en ese colegio de pibes pobres podía ser más útil que en cualquier otro lugar, y era feliz con lo que hacía, con sus clases de química y matemáticas. Y era fundamentalmente feliz con sus soles, Camila (14) y Ariadna (10), y su mujer, Sandra González (38), una maestra de Martínez, en el Gran Buenos Aires, que encontró hombre y hogar en el Sur. Con ellas vivía en una casa del barrio Fonavi que reformó con sus propias manos, sin ahorrarle hombro al cemento. Hace apenas un par de semanas había terminado, orgulloso, la habitación que sería para Camila, que en mayo cumplirá 15. Callado –excepto en el aula–, soñador de un mundo mejor, tenía muchos amigos, pero nunca se despegó de Héctor Arregui, también de Junín de los Andes, del ingeniero en petróleo Daniel Folmer, dos años menor, y de José Lechuga Silva. Desde que rondaban los veinte, Folmer y Fuentealba compartieron estrecheces y glorias en un pequeño departamento de Neuquén capital, adonde Carlos llegó cuando tenía 18. “Era callado y muy humilde, sí, pero era pintón y siempre nos ganaba las minas –lo recuerda el ingeniero–. También era el que mediaba cada vez que teníamos algún problema en el departamento donde vivíamos con otros amigos. Y amaba la docencia, le encantaba enseñar”.

EL MAESTRO. Carlitos, como lo llamaban muchos de sus alumnos, era capaz de ir a buscar a los chicos a sus casas cuando las faltas continuas hacían sospechar de un adiós anticipado, y de sacar plata de su bolsillo para comprar zapatillas a alguno de los muchos alumnos de todas las edades que hoy, en el aula, lloran, se enojan y se golpean contra una realidad que no terminan de entender. “Una vez me agarró y me dijo: ‘Si no tenés dónde dejar a la nena, traéla a la escuela, que venga con vos; el mejor ejemplo que le podés dar es que se reciba con vos’”, lo llora Silvia Vázquez, de 30 años. Y sus lágrimas contagian a la pequeña Génesis, su hijita de ocho años que en 2005 “completó” el secundario nocturno con su mamá. “Yo hacía muchos dibujitos, pero el profesor me decía que también tenía que aprender matemáticas”, dice Génesis, una nena charlatana y alegre que el domingo estuvo media hora sin parar de llorar junto a su madre.

Ese día de Pascuas, ella y su mamá conocieron a Sandra Rodríguez, la viuda del maestro, en el patio del colegio donde Fuentealba esperaba poder instalar un laboratorio de física, química y ciencias biológicas. Sandra está junto a su hija Camila. La miran los alumnos y compañeros docentes de Carlos. Y ella, con entereza, pasa sus ojos tristes por los de ellos: “Déjenme que los mire, porque aunque no los conozco por sus nombres, los conozco por lo que Carlos me transmitía de ustedes. Hace veinte años los dos aprendimos que los alumnos no son un número, sino personas con nombre y apellido. Y él siempre me habló de cada una de las cosas que les pasaban”. Después, dirá que “me enojé mucho cuando empezaron a decir que lo habían fusilado, pero eso hicieron, lo fusilaron y nos fusilaron a todos”.

SANGRE EN LA RUTA. A dos días del crimen, ya había un detenido por el asesinato del miércoles 4 de abril por la mañana durante la protesta docente en el paraje Arroyito, sobre la ruta 22 y a unos 60 kilómetros del centro de la ciudad de Neuquén: el cabo primero José Darío Poblete (35). Recién el viernes 6, a las seis de la tarde, se confirmó su muerte cerebral. A las 23 le desconectaron el respirador. “Yo tenía fe de que se podía salvar cuando le pasó esto, yo estuve tres días en coma por un accidente y acá me tenés. Carlitos se tenía que salvar...”, dice Folmer, quebrado por el dolor. Y duele más cuando se repasan los antecedentes del policía: hace rato que Poblete debía haber dejado esa institución. Diez años atrás, cuando era un novato de la policía neuquina y se sumó a la represión que terminó con la muerte de Teresa Rodríguez, una empleada doméstica que participaba de un reclamo docente en Cutral Co y Plaza Huincul. El policía estuvo dentro de un estrecho círculo sospechado de haber apretado el gatillo que mató a la muchacha (madre de tres chicos) pero fue sobreseído. Ese día –el 12 de abril de 1997– los policías neuquinos contestaron con balas de plomo las piedras de los manifestantes.

Una década después, también sobre asfalto de una ruta, el mismo hombre oriundo de la ciudad de Zapala, disparó una granada de gas que literalmemte le voló la cabeza al maestro neuquino. Una granada debe dispararse a 80 o 100 metros, y Poblete –según testigos, incluso entre sus propios compañeros– lo hizo a dos. Para peor, el policía integraba un escuadrón especial que, en teoría, contaba con una preparación adecuada para enfrentar, con profesionalismo, disturbios o eventuales revueltas. Pero no son los únicos lunares en su foja de servicio: el cabo primero –que nació el 20 de junio de 1972– fue condenado dos veces por apremios ilegales y vejámenes a presos, y además ha sido denunciado por otros presuntos delitos que, hasta ahora, ningún magistrado ha investigado con verdadero entusiasmo. “Por lo menos es bueno saber que uno de estos policías está preso, nosotros seguimos esperando justicia”, dijo Sandra Rodríguez durante la marcha que el lunes inundó las calles de Neuquén. Fue la marcha más grande en la historia de la provincia.

EL ADIOS. Fue un gran maestro. No sólo en una escuela, fue un gran maestro de sus hijas, conmigo... Más que decirles que fue un militante, puedo decir que fue un militante de la vida. Un hombre humilde, que nació en el campo, en Junín, el lugar que él amaba con toda su alma, como a la montaña, el Lanín, el lago Huechulafquen, que es el lugar donde él quiere estar y donde lo vamos a llevar, yo, sus hijas y toda su familia”.

Partirán los restos de Fuentealba –sus cenizas– a la tierra de sus padres, Gilberto y Berta Gómez. Irán al lago Huechulafquen y desde allí a la corriente del río Chimehuín. El hombre quería envejecer allí y en los últimos tiempos había confesado un sueño postergado por su trabajo por los más pobres: aprender a esquiar. Antes, quizá, pasarán por su casa neuquina, sobre la calle Godoy, en una esquina con un poste de luz que exhibe una imagen del gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch, sonriendo desde un afiche gastado. El hombre que quiere ser presidente y dice que no se arrepiente de haber dado la orden de desalojo que derivó en el asesinato de Fuentealba. Los alumnos del maestro no lo perdonan: “Lo que nos hicieron es terrible, pero no lo vamos a olvidar, y mi forma de recordarlo va a ser estudiar, estudiar mucho y con ganas, como él nos pedía”, dice Rebeca Sepúlveda, una chica de 14 que llora pero no se quiebra. Su remera lleva una leyenda que ya es una oración: “Las tizas no se manchan con sangre”.

Los médicos hacen un intento desesperado por salvar a Carlos Fuentealba, quien agoniza sobre la ruta 22 en medio de un charco de sangre. El viernes 6 murió en el hospital Castro Rendón.

Los médicos hacen un intento desesperado por salvar a Carlos Fuentealba, quien agoniza sobre la ruta 22 en medio de un charco de sangre. El viernes 6 murió en el hospital Castro Rendón.

Fuentealba (en el círculo) en un cumpleaños en la casa de su amigo  Daniel Folmer –el tercero desde la izquierda–. Y a la derecha, con sus alumnos en el aula del Centro Provincial de Enseñanza Media 69 del barrio Cuenca XV. “<i>Era un líder tímido</i>”, dijeron sus compañeros.

Fuentealba (en el círculo) en un cumpleaños en la casa de su amigo Daniel Folmer –el tercero desde la izquierda–. Y a la derecha, con sus alumnos en el aula del Centro Provincial de Enseñanza Media 69 del barrio Cuenca XV. “Era un líder tímido”, dijeron sus compañeros.

Sandra Rodríguez, la mujer de Fuentealba, en el discuros de la multitudinaria marcha del lunes 9.

Sandra Rodríguez, la mujer de Fuentealba, en el discuros de la multitudinaria marcha del lunes 9.

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